Sesión continua

Se abre el telón mostrando un anfiteatro abarrotado de espectadores. Un murmullo amortiguado se extiende por la sala. Algunos hacen bromas; otros fuman. Al poco suenan tres timbres. La luz se desvanece, el murmullo se apaga y entonces: Se abre el telón mostrando un anfiteatro abarrotado de espectadores…
Mención de Honor de Cuento de Nunca Acabar - Concurso Internacional de Microtextos “Garzón Céspedes” 2010

Los gatos del Albaicín

Dicen que los gatos del Albaicín son más viejos de lo que aparentan. Los distinguen por sus miradas resabiadas y desdeñosas, por los andares indolentes con que transitan, como si fueran los dueños del lugar, por las cuestas empedradas que recorren la antigua medina. Encaramados sobre tejados o agazapados en esquinas sombrías, han sido testigos de la historia de Granada a lo largo de los siglos. No hay patio, plazoleta o rincón del Albaicín que no dominen. Conocen todos los recovecos de sus callejas laberínticas, todos los secretos que esconden sus aislados corrales, todas las historias que han acontecido entre los muros encalados de sus cármenes. Cuenta una antigua leyenda de la Alhambra (sólo los gatos podrían confirmar su autenticidad) que en los últimos días del reinado de Boabdil el Chico, hallándose el ejército cristiano a las puertas de la ciudad, los hijos de los mercaderes y artesanos musulmanes se reunieron para lamentarse con amargura por la suerte que les tocaba vivir. Siendo ya inminente la caída de Granada, aquellos muchachos se desesperaban pensando que en breve plazo tendrían que abandonar sus hogares para siempre. Nos llaman extranjeros, protestaban. ¡Extranjeros! A nosotros, que hemos echado raíces en esta tierra durante treinta generaciones; a nosotros, que realizamos por estas calles nuestras travesuras, cortejamos en estos jardines a nuestras enamoradas y soñamos bajo estos cielos todas nuestras ilusiones; a nosotros, que trajimos la ciencia del agua para domar estas tierras agrestes y llenarlas de flores y árboles frutales, convirtiéndolas en un paraíso. Ahora quieren expulsarnos de nuestra casa, mandarnos a África; una tierra que, si bien es cierto que fue patria de nuestros antepasados, nos resulta ahora desconocida y hostil; un lugar donde sí en verdad seremos extranjeros. Y en nuestra ausencia, ¿quién cuidará los naranjos, los limoneros, los granados? ¿Quién recogerá los dátiles de nuestras palmeras y hará trepar las buganvillas por los muros de nuestros patios? ¿Quién degustará los vinos especiados de nuestras bodegas? ¿Quién gozará, en fin, de nuestros jardines, del rumor del agua de nuestros estanques o del aroma del jazmín y la menta en las tardes de verano? La desesperación, sumada al ardor propio de la juventud, llevó a aquellos jóvenes musulmanes a consumar un pacto de sangre, por el cual juraron no abandonar jamás aquella ciudad que tanto amaban. Según cuenta la leyenda (habría que oír también la opinión de los gatos sobre este hecho particular) extraños y antiguos poderes fueron invocados en aquel pacto. En la madrugada del 2 de enero de 1492, justo antes de la salida del sol, el muecín llamó a la oración desde lo alto del alminar de la mezquita mayor de Granada. En la quietud del alba, su letanía resonó largamente por los callejones desiertos antes de extinguirse para siempre: después de más de siete siglos, ésta fue la última ocasión en que se pudo oír la llamada del muecín en la Península. Tras el amanecer, el moro Boabdil entregó desconsolado las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos y, a continuación, las tropas cristianas entraron en Granada. Sin embargo, cuentan que durante el registro del Albaicín que efectuó el ejército castellano, por mucho que buscaron casa por casa, los cristianos no pudieron encontrar a ningún joven entre las familias de los vencidos. Dejando aparte a los soldados del ejército nazarí, tan sólo encontraron viejos, mujeres y niños… Y gatos. Decenas, cientos de gatos, observando con suspicacia a los invasores (a los extranjeros) desde lo alto de los árboles, las tapias, los tejados... Dicen que los gatos del Albaicín son más viejos de lo que aparentan. Los distinguen por sus miradas resabiadas y desdeñosas, por los andares indolentes con que transitan, como si fueran los dueños del lugar, por las cuestas empedradas que recorren la antigua medina. Así pues, si cualquier noche, deambulando por los callejones del Albaicín, os cruzáis con un gato, observad con atención sus andares indolentes, su mirada desdeñosa; porque es posible que tras ellos podáis descubrir cuánto hay de verdad en la leyenda de aquellos jóvenes que perdieron su alma por conservar Granada, en tiempos en que el rey Boabdil el Chico perdía ambas.
Relato finalista del concurso de +cultura.com y publicado en el libro recopilatorio "+ Que relatos" por la Editorial Hasten. La ilustración forma parte del conjunto de ilustraciones de Francisco Miguel Ríos para el libro recopilatorio del concurso.