Caminando en círculos

por un desierto incandescente, por un océano de lava calcinada, o al menos, juro por Alá que ésa es la sensación que tengo, que no avanzo, sólo muevo los pies, primero uno, después el otro, sin sentido, sin rumbo. El suelo comienza a ascender, levanto la cabeza sin dejar de avanzar. Una duna, otra más, hace mucho que he perdido la cuenta de las que llevo atravesadas. No tendría que haber cruzado el maldito desierto, ya me lo advirtió mi amada esposa, cuánto añoro sus cuidados, sus atenciones. Llevo la mano al amuleto que me regaló anoche y cuelga de mi cuello como prenda de su amor eterno. Anoche... cómo puede ser que sólo hayan transcurrido unas horas desde que comenzara este suplicio perpetuo, esta agonía interminable, parece como si el calor hubiese derretido la propia sustancia del tiempo y el día se estirara sin terminar nunca. Y el sol..., este sol sofocante inmóvil en lo alto, levanto ligeramente la cabeza, lo justo para atisbar el cielo, gracias a Alá parece que comienza a declinar. Un pequeño esfuerzo más para alcanzar la cima de la duna, tambaleándome, la lengua reseca, se me pega al paladar, la mirada fija en el suelo, no consigo recordar cuándo he perdido las sandalias, mis pies en carne viva se hunden y resbalan por la arena, no los siento, tengo que ayudarme con las manos para superar gateando el último repecho. Al llegar a la cima me paro un momento, extenuado, un breve descanso para mirar más allá, pero siempre es desierto, más desierto, otra duna igual, y después otra, y otra... Con la sensación de haber vivido ya este momento, comienzo a descender a trompicones. No, no tendría que haber cruzado este maldito desierto, ya me lo advirtió mi bella, sensata Jezabel, claro que ella se opuso desde el principio a mi partida, siempre tan preocupada y temerosa, pero ¿qué clase de hombre sería si supeditara mis decisiones a los temores histéricos de una mujer? Aunque sean los de ella, la mejor, la más dulce de las esposas. Pobre, siempre tan preocupada y temerosa. Si pudiera imaginarse, si tan sólo sospechara por un segundo mis verdaderos motivos... Mis piernas flaquean, tropiezo y caigo rodando lo que queda de la pendiente, la arena se pega a mi piel sudorosa, entra en mis ojos que se inundan de lágrimas, no saldré vivo de aquí, las fuerzas, el ánimo me abandonan, mi mente huye también de la miserable realidad. Sólo parecen unos minutos, pero cuando despierto contemplo el sol en lo alto, cualquiera diría que hubiera ascendido mientras estaba inconsciente. ¿Es que nunca va a anochecer? Me pongo de pie y prosigo mi camino, no tendría que haber emprendido aquel estúpido viaje, ¿y todo por qué?, por el hechizo de aquella ninfa, la del harén del mercader de camellos: Regresa la próxima luna nueva, me susurró al oído con su voz aterciopelada, entonces seré tuya. Su aliento de especias, el olor almizclado de sus cabellos atenazaron mi estómago, inmediatamente supe que no faltaría a la cita. Ahora me asaltan los remordimientos, engañar así a mi fiel, devota Jezabel, que vive para complacerme, siempre tan preocupada y temerosa. Tengo que volver, salir de este desierto maldito y regresar, aunque sólo sea por ella, Alá, te lo suplico, permíteme volver a casa y nunca, nunca más volveré a engañarla. Una nueva duna, me detengo un instante en la cima, hay un pequeño valle al otro lado, con un cacto raquítico en el centro. Bajo la duna a trompicones, corto el cacto de un machetazo y engullo la pulpa con fruición. No hay mucho, lo justo para no desfallecer. Asciendo la siguiente colina trabajosamente y atisbo más allá, desierto, sólo desierto incandescente, un océano de lava calcinada, una cinta sin fin deslizándose bajo mis pies. Mis pies... Parece mentira que fuera anoche cuando se lanzó llorando a mis pies para rogarme que no me marchara, que olvidara mis negocios por una vez, que tenía un mal presentimiento. Pero yo estaba poseído por la lujuria, apenas podía disimular mi ansia contenida, regresaría para la luna nueva, sortearía a la guardia del harén y reclamaría lo prometido. Mi bella, sensata Jezabel, me es imposible, sabes que me quedaría contigo si pudiera pero los asuntos que me aguardan en Damasco son ineludibles. Entonces ella se calmó, entró en razón por fin, acató el deseo de su amo. Ineludibles, comprendo mi señor, entonces aceptad este medallón, la serpiente que se muerde su propia cola, símbolo del eterno retorno que os protegerá de malos espíritus y hará que, por muy extraviado que sea el camino que toméis, al final siempre acabéis volviendo a mi lado sano y salvo. Atáoslo al cuello y no os lo quitéis pase lo que pase. Prometédmelo, sólo así lograré dormir mientras cruzáis el desierto. Desierto, sólo desierto lo que abarcan mis ojos, una duna y después otra y otra más, en una sucesión interminable. Suspiro y prosigo mi marcha estéril

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