El sustituto


Terminada la cena, condujeron al sustituto ante Jesús de Nazaret y sus dos principales lugartenientes: Simón, su mano derecha, también llamado Pedro por su inquebrantable fervor a la causa, y Judas, la mano izquierda, apodado el sicario por su afición al puñal. Urdían aquellos hombres los preparativos de la mayor proeza del Mesías, un prodigio que lo elevaría a la altura del mismo Moisés.
Jesús se acercó al sustituto, que lo esperaba arrodillado. Tomándolo de la barbilla, levantó su rostro y lo contempló satisfecho.
Ha llegado la hora, Tomás. ¿Estás preparado?
Eso espero, maestro, contestó el sustituto con voz vacilante.
El destino del pueblo judío depende ahora de ti. Que Dios te dé fuerzas para afrontar tu tarea. Y diciendo esto se quitó la túnica, cubriéndole con ella.
A continuación salieron Pedro y el sustituto a la calle, donde esperaban los demás discípulos. En un silencio inquieto, recorrieron la noche de Jerusalén y, tras franquear las murallas, los oscuros caminos de un monte cercano. Se detuvieron por fin junto a una prensa de aceite en mitad de un campo de olivos. Aguardaron allí pacientemente un buen rato, pero finalmente la tensa espera acabó quebrando el aplomo del sustituto que, angustiado, se postró repentinamente en el suelo y comenzó a llorar ante los ojos atónitos de los discípulos.
Oh, Señor, ¿es que no hay otra manera de hacer esto? ¿Debe ser así necesariamente? Dios, padre misericordioso, si aún es posible, aparta de mí este cáliz…
No había terminado de hablar cuando apareció Judas acompañado de una muchedumbre de hombres armados. Aterrado, el sustituto intentó escapar, pero Pedro le sujetó mientras Judas le besaba…

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