La patinadora

El desierto amenazaba con devorar la vieja autopista. La patinadora tuvo que frenar bruscamente y arrimarse a la mediana para esquivar un montículo de arena que invadía la calzada a modo de avanzadilla. Su casco operaba en visión nocturna: la radiación infrarroja se refractaba en la arena distinguiéndola, con una tonalidad violácea, del asfalto. Unas huellas de neumáticos, solitarias, únicas, surcaban el montículo. El 4x4 de la H&M la había adelantado un par de horas antes y ella había tenido dar con sus huesos en el fondo de una zanja para ocultarse. Llevaba las siglas grabadas en la puerta, hache de hipócritas y eme de mierda.

El pitido de la alarma de ruta sonó en sus auriculares, acompañado del impaciente parpadeo del velocímetro en el visor. Se impulsó mediante un rítmico movimiento de caderas. Cuando sobrepasó la velocidad límite los dígitos dejaron de parpadear, pero ella siguió acelerando esforzadamente hasta alcanzar un margen aceptable. Si no se veía obligada a frenar de nuevo bastaría para llegar a la ciudad, cuyo resplandor se apreciaba ya a lo lejos. Estaba fatigada y hambrienta. Adoptó una postura aerodinámica y se dejó acompañar por el ligero viento a favor.

Había conocido a Louis varios años atrás, una noche de verano. Ella caminaba descalza, los patines al hombro, sobre la hierba de la cuneta, refrescándose los pies en el rocío. De alguna parte le llegaban los acordes melancólicos de una armónica. No tardó en divisarlo sentado en la barandilla del puente, balanceando sus piernas varios metros por encima del asfalto. Encorvado sobre su armónica, los carrillos hinchados, los gruesos labios apretados; la piel de un deslucido e insano color hueso, con manchas oscuras en el cuello como único recuerdo de días más lustrosos. Soplaba una agradable brisa justo allí, en lo alto de aquel puente. Se sentó junto a él sin decir nada. Cuando la canción terminó tenía los ojos inundados en lágrimas. Él se giró para mirarla. Era una canción tan triste... hubiera querido decir como disculpa, avergonzada de que la viera llorar, pero sólo consiguió estallar en sollozos. Él la tumbó en su regazo y acarició sus cabellos. No tardó en quedarse dormida, acunada por el sonido desgarrado, solitario de la armónica.

Conectó con el Control de Carreteras. La red de cuadrantes se superpuso a los claroscuros de la visión infrarroja y a continuación un plano de la ciudad se desplegó ante sus ojos. Guió el cursor desde el mando que salía del brazalete. La circunvalación permitía varios accesos; uno de ellos, marcado en trazos discontinuos, representaba el paso subterráneo directo al corazón de la ciudad. No tardó en verse descendiendo una pronunciada pendiente acabada en cerrada curva. Alineó los patines, se pegó al arcén para trazar la curva y entró en el túnel a ochenta kilómetros por hora. Bajo la tenue luz del único foco que se mantenía en pie, cuatro vagabundos que jugaban a cartas echaron mano de sus armas y contuvieron el aliento hasta que pasó de largo como una exhalación.

-Jodidos bastardos sobre ruedas... -murmuró uno entre dientes-.
-¿Lo ves o no lo ves?
-Que te den a ti y a tus faroles -tirando las cartas-.
-Pues reparte.

Durante unos meses caminaron juntos por las carreteras, viviendo de noche y ocultándose durante el día en cobertizos y casas abandonadas. Una noche besó a Louis en la boca. Luego bajó por su cuello y lamió su piel albina hasta el ombligo. Pero Louis, turbado, se apartó de ella. -No es... culpa tuya, pequeña -balbuceó-, nada me gustaría más que hacerte mi amante. Es por... mi enfermedad, podría contagiarte.- Ella se sonrió y lo atrajo hacia sí. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja. -No soy virgen -le susurró-, ni he nacido ayer, ¿nunca te has preguntado por qué me escapé de casa, cómo me ganaba la vida hasta que te encontré?- Introdujo la punta de la lengua en su oído. -Puedo ser lo que más desees.... Vamos, cuéntame tus fantasías.

Al salir del subterráneo se vio deslumbrada por las luces de neón. La ciudad bullía de vida incluso a esas horas de la madrugada; la gente se desparramaba fuera de los garitos en busca de oxígeno. Se quitó el casco y cambió los pesados patines de ruta por otros más pequeños y manejables. No tardó en encontrar una pensión anónima y discreta en una callejuela del centro. Pagó dos noches por adelantado y subió a la habitación. Tras aliviar su dolorida espalda del peso de la mochila y desnudarse, orinó subida en cuclillas sobre la taza mientras inspeccionaba aprensiva la higiene del lugar. Luego en la bañera cerró los ojos bajo el chorro de agua caliente. La ducha la dejó relajada y fresca pero su estómago gruñía; sacó el último termo que le quedaba y lo programó a 37 grados centígrados.

Louis acostumbraba a levantarse antes que ella. No bien se ponía el sol le daba un beso furtivo en la frente y salía sigiloso a hacer su ronda. Ella abría los ojos en cuanto desaparecía. Se quedaba esperándolo junto a la puerta, atenta a cualquier ruido, retorciendo nerviosamente el borde del saco, hasta que regresaba varias horas después. Entonces se acostaba fingiendo un sueño despreocupado. Él interpretaba su parte de la comedia: la despertaba ignorando las bolsas bajo sus ojos enrojecidos y, bromeando, hacía crujir los billetes que había conseguido. Ella acababa contagiándose de su buen humor; regañándole como a un niño glotón que se hubiera manchado de crema comiendo un pastel, escupía en un pañuelo y limpiaba los rastros de sangre de sus mejillas. Luego él la acompañaba a cenar a algún self service. Más tarde, de vuelta en el refugio, se devoraban el uno al otro; rodaban entre golpes, mordiscos y arañazos, con la urgencia de los que han aprendido a palos cuánto dura lo bueno. Cuando caían agotados, ella se acurrucaba contra su cuerpo desnudo y se dejaba invadir por una premonitoria melancolía. Entonces Louis sacaba la armónica y tocaba canciones moribundas hasta que leía el sueño en su respiración acompasada.

Después de cenar trató de organizarse. Volcó la mochila sobre la cama. Lavó los termos y la ropa sucia, que tendió en la barra de la cortina, y puso a recargar las baterías del equipo en las tomas de corriente que encontró por los rincones. Mientras acababa de recoger el resto del equipaje, escuchaba una emisora pirata local que había logrado sintonizar; informaba sobre la guerra de bandas que se había desatado en la ciudad. Cabezas rapadas y negratas se encontraban enfrentados en un aburrido serial de conflictos raciales. Los descampados se habían convertido en el campo de batalla de las dos tribus urbanas, que cada noche se diezmaban en salvajes refriegas. El Ayuntamiento, como siempre, se lavaba las manos, y el censo de bajas se elevaba ya a medio centenar. La situación se le antojó de lo más propicia para sus intereses. Encendió el portátil y se puso el casco para estudiar la zona en detalle. Luego realizó sus ejercicios y se acostó. Algunos rayos de sol se filtraban ya por las rendijas de la persiana.

Una noche Louis no volvió de su ronda nocturna. Cansada de esperar salió a buscarlo al amanecer. Tardó varias horas en dar con él, tirado en una cuneta, acribillado a balazos. Nunca lo habían hablado, pero ella sabía que sucedería algún día y estaba preparada. Se tragó sus lágrimas, no había tiempo para llorar. Se remangó y mordió con fuerza su muñeca, desgarrando piel, tendones y venas. El intenso dolor que la atravesó la dejó de rodillas. Mezcló su sangre con la de él, rezando por que no fuera ya demasiado tarde. Luego destrozó sus uñas enterrando el cadáver en la tierra seca de la cuneta. Acabó extenuada, desorientada por súbitos accesos de vértigo; demasiadas horas sin dormir... ¿o quizá fuera otra cosa? Por si acaso decidió buscar un refugio seguro donde poder pasar una temporada. Estuvo una semana encerrada en el maletero de un Cadillac abandonado junto a la carretera; consumida por las fiebres, retorciéndose y vomitando sus propias entrañas. Hasta que el dolor terminó por fin... y el hambre ocupó su lugar. Despertó a media tarde y desentumeció su cuerpo con ejercicios y estiramientos. Engrasó los rodamientos y preparó el equipo. Cuando se puso el sol se vistió. Se ciñó unos pantalones negros de licra y una venda elástica cubriéndole el pecho y las costillas. Se ajustó la malla metálica sobre las vendas, los brazaletes de cuero, el cinturón del que colgaba la batería del casco, y ocultó todo bajo la ajada Bomber verde de la RAF, abrochándose la cremallera hasta el cuello. Salió de la pensión y se dirigió, hiperventilando para modular el bombeo adrenalínico de su corazón, hacia el norte de la ciudad. La noche, una noche oscura de luna nueva, era perfecta para cazar.

El primero de todos, según le contó Louis, había sido en su juventud uno de los científicos responsables del Terror. El ingeniero genético, que trabajaba para una multinacional de cosméticos, acabó por volverse loco, atormentado por los remordimientos. Se inyectó uno de sus propios virus y se echó a la calle, propagando la enfermedad mediante lazos sanguíneos con todo el que se dejó convencer bajo la promesa de la eterna juventud: vagabundos, locos, desesperados, sádicos, idiotas hambrientos de misticismo y, en general, gente desengañada; desengañados de la sociedad en general, de sus absurdas religiones, de esa ciencia que, hermética a su entendimiento, no había sido capaz de darles respuestas convincentes, ni de emanciparles de la claustrofobia de un mundo que contribuía a hacer cada día más pequeño. En el cénit de su enajenación, se erigió en gurú de un grupo de desgraciados y fundó la Iglesia de la Sangre, en la que murió de un ataque al corazón en medio de una orgía salvaje, ante la mirada estupefacta de sus adeptos. Poco después, los de la H&M aprovechaban el desconcierto para irrumpir en el templo y terminar con la congregación.

La vigilancia municipal terminaba con la luz de la última farola. A partir de ahí era tierra de nadie que se disputaban las diferentes tribus. Al entrar en la zona oscura bajó la visera y conectó la visión infrarroja. Las paredes de los edificios y pabellones abandonados estaban cubiertas de graffittis existencialistas. Se deslizó en silencio por las calles durante la primera parte de la noche, observando. Pequeños grupúsculos de ambos bandos acechaban inquietos, a la espera de la menor provocación. Eligió a un grupo de tres skins que fumaban en una esquina, alejados del mogollón. Dejó que le vieran y les mostró erecto su dedo corazón. Fueron a por ella. Les guió hasta un callejón especialmente oscuro y allí se enfrentó a ellos.

Los patines recién engrasados rodaron silenciosos. En la oscuridad del callejón era invisible; al pasar junto al primero incluso se permitió, no sin cierta temeraria frivolidad, arañarle la cara con la sonda (columnas de cifras bailaron en el visor: su grupo sanguíneo era compatible y el programa no identificaba infecciones o enfermedades, pero se le había ido la mano con los euforizantes). El segundo llevaba un revolver en la mano (una clásica Smith & Wesson Magnum 357 semiautomática); sólo sintió un débil desplazamiento de aire antes de que un punterazo seco le rompiera la tráquea. El que venía detrás comenzó a gritar, acojonado. Le clavó la aguja por el ojo hasta el cerebro pero, en su agonía, el tipo se pegó a ella como una lapa y la arrastró al suelo. Se estaba levantando cuando sintió un fuerte pinchazo en la espalda. Se revolvió y golpeó hacia atrás con las ruedas de los patines; le acertó en la mandíbula. Pateó con saña su cabeza antes de que se levantara. Se llevó la mano al costado e introdujo los dedos por la raja de la chupa hasta notar el escozor de la herida. Así aprendería a no confiarse.

Esperó un rato en silencio, escuchando. Sólo se oía el gorgoteo y los breves silbidos que emitía el de la pistola al intentar respirar. Le sondeó y estaba limpio. El otro estaba bastante alcoholizado pero eso tenía fácil arreglo (tratar con químicas de diseño era otra historia. Decidió pasar del pastillero; últimamente los colocones la predisponían para la paranoia). Alzó la visera del casco. Perforó la carótida con la aguja, acercó su boca al chorro de sangre y sorbió largos tragos hasta hartarse. Eructó. Llenó los termos, los metió en la mochila y se limpió lo mejor que pudo. Se aseguró de que nadie la veía antes de salir a la carretera y enfilar hacia los estridentes neones del centro.

Antes de entrar en la pensión escupió en un pañuelo y borró de su cara los últimos rastros de sangre. Luego se encerró en su habitación y bajó las persianas. Se desvistió frente al espejo del baño. El navajazo no había llegado a atravesar la malla metálica, pero había desgarrado la carne, que estaba amoratada y dolía. Se aplicó un poco de yodo en la herida y se tumbó boca abajo en la cama. La mirada fija en una mancha de humedad de la pared, se fue dejando invadir por una leve sensación de deja vu. Por qué poco... Suspiró.

Más de la mitad de los infectados no sobrevivía a la etapa del cambio. Los que lo conseguían quedaban estériles, sus estómagos atrofiados dependiendo de nutrientes disueltos en sangres ajenas. La pérdida gradual de pigmentación les obligaba a ocultarse del sol. A cambio, veían crecer su fuerza y resistencia. También dejaban de envejecer, pero de una forma relativa: al igual que les ocurriera a los cobayas y chimpancés del laboratorio, al cabo de veinte a treinta años el sistema nervioso sufría un colapso y sobrevenía la muerte por paro cardíaco. Aunque, de hecho, la mayoría acababa muriendo de forma violenta bastante antes de ese plazo.

Al día siguiente, embadurnada de crema protectora y disfrazada con una pamela y unas gafas de sol en plan retro (enormes y ovaladas, con montura de concha dorada y lentes polaroides color violeta; se enamoró de ellas en un puesto hippye-o-délico de la Concentración Anticatólica de Respuesta del año anterior), salió de la pensión a media tarde y se acercó hasta el hospital. Entregó una tarjeta de identificación falsa. Durante los cuatro días que había estado recorriendo el desierto le habían asaltado algunos estornudos. Quizá no fuera nada, pero había pasado más de un año desde su última vacuna y, dado su frecuente e íntimo contacto con sangre extraña, nunca estaba de más prevenirse. Se vacunó de la gripe y el SIDA, y contra algunos otros virus (residuos de la guerra bacteriológica que provocó el Terror a principios de siglo) que le sugirió la enfermera. Al salir rompió la tarjeta y la arrojó a una papelera.

-Todo en esta vida es una cuestión de actitudes. -Por lo general Louis se resistía a recordar el pasado, pero ella había aprendido a pulsar los resortes adecuados para despertar su locuacidad natural, reprimida a lo largo de muchos años de forzosa soledad- Mira, las multinacionales, la Iglesia... desataron la caja de Pandora, pisoteándonos para lograr su puta federalización. Después nos han seguido pisoteando para mantener o aumentar su poder. Durante años mantuve una actitud cínica respecto a aquello y todo lo demás, tratando de preservar mi autoestima; pero había que seguir viviendo, y eso implicaba tragar, mantenerse al margen, mirar hacia otro lado en demasiadas ocasiones.. Mientras, veía desdibujarse los límites entre el cinismo y la hipocresía.

-Luego un día se me ofreció la alternativa. Podía seguir la vía fácil y autocomplaciente que había llevado hasta entonces (en el terreno económico no me iba mal; en tiempos de corrupción siempre hay oportunidades para un hombre sin demasiados escrúpulos que sepa mantener la cabeza fría y la boca cerrada); y estaba la otra: romántica, salvaje, irracional... el cambio de actitud que necesitaba, que relanzaría mi individualidad hasta extremos solipsistas. Yo, por dignidad o estupidez, elegí la segunda.

De regreso pasó por el centro comercial. Se deslizó durante un rato por los suelos encerados hasta que la detuvo un súbito arrebato consumista; pegó la nariz indolentemente a distintos escaparates. Al fin se decidió: compró un grueso suéter negro con capucha, que le caía lo suficientemente holgado para ocultar sus herramientas de trabajo; se lo puso inmediatamente, tras tirar el que traía en un contenedor. También entró en la tienda de bricolage para comprar aceite lubricante, un par de baterías de larga duración y, de paso, unos números atrasados de una revista de electrónica digital que ofertaban en una pila junto a la puerta.

Llevaba ya cinco años en el negocio, pero, al margen de las cicatrices, seguía aparentando los trece que tenía cuando provocó su contagio. Al principio se había valido de su aspecto frágil e inofensivo para ganarse la confianza de sus objetivos, que elegía de entre los barrios altos. Con el tiempo fue ganando en aplomo y depurando su técnica. Le acabó cogiendo el gusto a cazar pandilleros que, aunque más difíciles de matar, se la traían floja a los de la H&M. Una vez hubo aprendido a obtener el número secreto de las tarjetas de crédito de sus víctimas, consiguió reunir mucho dinero, que guardaba repartido por cuentas en distintos bancos y, eventualmente, invertía en mejorar el equipo de supervivencia (éste lo adquiría por piezas, en el mercado negro o por correo, y nunca incluía armas de fuego).

Sacó la armónica de su funda. Acarició su superficie con las yemas de los dedos, siguendo las letras que tenía grabadas en la parte metálica, tan sobadas que apenas se distinguían, Marine Band M. Hohner. Echaba de menos a Louis y su violenta ternura. Se sentó en el suelo y comenzó a tocar los acordes de blues que la atrajeron hacia él aquella primera noche. Cerró los ojos para que llenara su mente y le transportara en el tiempo a aquellos breves meses de felicidad. Pero el dolor era aún demasiado intenso y la melodía se quebró en sus labios.

Unos rápidos golpes sonaron en la puerta. Respiró hondo antes de abrir. Era el recepcionista: un par de tipos se había pasado por la pensión esa tarde con una foto suya, haciendo preguntas; no se habían identificado, así que probablemente fueran privados. Privados o gubernamentales, pensó, ¿qué diferencia había? A fin de cuentas todos se reducían a la misma basura. El chico rechazó la propina esgrimiendo una sonrisa cómplice. Ella se la devolvió. Quizá aún quedara esperanza para aquel mundo de mierda. Hizo la bolsa y salió de la pensión por la puerta trasera. Se calzó los grandes in line de ruta.

Algún tiempo después de la muerte de Louis, se acercó al pueblo que la vio nacer; quedaba aún pendiente cierto asuntillo. Estuvo varias noches rondando su antiguo hogar, esperando la ocasión. Al fin le vio, cuando salía a por cigarrillos dando un paseo. Tomó velocidad y, emergiendo de las sombras, saltó sobre él, impactando con los patines en la articulación de su rodilla. Se oyó un fuerte chasquido y su padrastro se desplomó dando alaridos. Le hundió el tabique nasal de un rodillazo; así dejó de gritar. A continuación le bajó los pantalones, le cortó las pelotas y se las hizo tragar. Lo dejó allí tirado, llorando y ahogándose en su sangre mientras ella se perdía en la noche. Sin embargo no murió, aunque probablemente hubiera preferido la muerte a la humillante castración, y la denunció a las autoridades. Así fue como los bastardos den la H&M (acrónimo de Higiene y Moral, que es el nombre con que el gobierno ultraconservador había rebautizado las brigadas antivicio) pusieron precio a su cabeza, entrando al mismo tiempo en el Top 100 de la lista de los deseados de ACRE (la Asociación de Cazadores de Recompensas, que, exentos de las engorrosas limitaciones legales de la policía pública, constituían su complemento perfecto y sembraban el terror entre la fauna transurbana).

Volvió a tomar el acceso subterráneo para salir de la ciudad y se encontró una vez más en la carretera, impulsándose rítmicamente con un movimiento de caderas, disfrutando anticipadamente la libertad de los espacios abiertos, el trasnochado deslizarse entre el rojo y el infrarrojo. Si no fuera por los buitres... Se preguntaba cómo habrían vuelto a dar con su rastro. Probablemente, supuso, la computadora de la H&M la habría identificado al procesar la filmación de alguna cámara oculta de seguridad del hospital; debía de haber un par de hienas de ACRE por los alrededores, si no, no podía explicarse que hubieran aparecido tan pronto.

No podía seguir aplazando la dichosa operación de cirugía estética. Y quizá fuera conveniente, después, cambiar de vida una temporada: colgar los patines y convertirse en una joven y respetable hija de papá recorriendo el mundo en un año sabático. Quizá. Ya se vería.

Junto a las vías del tren, a las afueras de la ciudad, un grupo de vagabundos se jugaba los cuartos al póker a la luz de una lámpara de gas. Se llevaron las manos a sus armas cuando la vieron acercarse y contuvieron el aliento hasta que se confundió con la noche en la distancia.

-Mierda de vampiros, ahora viajan en patines -comentó uno-.
-El que no juega, se calla y da tabaco.


Seleccionado para su publicación en la Antología de Literatura Fantástica Artifex Segunda Epoca, número 2 por Artifex Ediciones. Imagen realizada por Martin Otazua para la edición editada y estampada realizada en los Talleres de Grabado de la Escuela de Artes de Iruña (Junio 2001).

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