El barrote partido


Por fin, a media mañana, oí pasos que se acercaban y un momento después las piernas de mamá entraron en la cocina. Fue directamente a la alacena, así que no me vio hasta que se giró para servirse el café: la taza y el platillo cayeron de su mano y golpearon el suelo sin romperse. La taza se quedó oscilando unos segundos, como un balancín, a pocos centímetros de mis ojos y luego se detuvo. Mamá estaba ya en el pasillo llamando a gritos a los tíos.

Primero me pusieron la inyección. Luego me alzaron entre todos con mucho cuidado y me devolvieron a mi cuna. Como estaban muy nerviosos, mamá hizo salir a todos menos a tío Jorge, que arregló el barrote partido. Ella, mientras tanto, hacía sonar una nana en el gramófono.

Antes de irse me arropó bien y me sujetó a la cama. Lo último que recuerdo, ya medio dormido, es su voz, que llegaba atenuada pero enérgica desde el pasillo, riñéndoles:

-Esto no puede seguir así. De mañana no pasa sin que le liméis los colmillos.

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