A las ocho de la mañana sonó el despertador del móvil, pero yo me quedé en la cama remoloneando. Al cabo de un rato recibí un sms. Era de mamá:
-Levántate ya perezoso. -Sonreí entre las legañas y le contesté tecleando rápidamente:
-Cinco minutos más, porfa.
Casi instantáneamente llegó su respuesta:
-Bueno, vale. Ahora me tengo que ir, pero tú no llegues tarde. Te quiero. Mua mua mua.
-Vale ya, pegajosa, que me gastas la cara.
Es un código privado entre nosotros que viene de cuando yo era pequeño. Todas las mañanas, ella se levantaba antes que yo y pasaba por mi habitación antes de marcharse a trabajar. Levántate ya perezoso, me decía; a lo que yo respondía: déjame cinco minutos más, porfaaa, sólo cinco minutos... Bueno, vale, pero cinco nada más, ¿eh? Yo me tengo que ir, pero tú no llegues tarde. Te quiero. Y me pegaba tres besazos en el papo. Yo, protestando: vale ya, pegajosa, que me vas a gastar la cara.
Después, siempre, no fallaba, volvía a telefonearme desde el trabajo, por si acaso me hubiera dormido: ¿Estás ya levantado? Que sí, mamá, que estoy desayunando, pesada... Y así, durante todos los años de la escuela y el instituto, cada mañana se repetía el mismo ritual que, después, a base de recordarlo, se ha acabado convirtiendo en un puente de complicidad entre madre e hijo que usamos en ocasiones especiales; cuando estamos tristes o si llevamos algún tiempo sin vernos.
Tras el último mensaje mañanero no tardé en levantarme, despejado de tanto teclear. Me duché y me calenté leche en el microondas. En la cocina estaba pendiente del móvil, así que apenas lo dejé sonar un tono antes de descolgar:
-Que sí, pesada: estoy levantado y desayunando. -Contesté con la boca llena de tostada. Pero no era mamá, sino una voz de hombre:
-¿El señor Ramiro González?
-Sí, soy yo.
-Al habla el doctor Iriondo, le llamo del hospital. Es sobre su madre: sufrió ayer un accidente de coche. Ingresó en coma en el hospital y, aunque hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano, ha fallecido esta madrugada. Le agradeceríamos que se pasase por aquí cuando tenga un momento para ocuparse de todo.
-Levántate ya perezoso. -Sonreí entre las legañas y le contesté tecleando rápidamente:
-Cinco minutos más, porfa.
Casi instantáneamente llegó su respuesta:
-Bueno, vale. Ahora me tengo que ir, pero tú no llegues tarde. Te quiero. Mua mua mua.
-Vale ya, pegajosa, que me gastas la cara.
Es un código privado entre nosotros que viene de cuando yo era pequeño. Todas las mañanas, ella se levantaba antes que yo y pasaba por mi habitación antes de marcharse a trabajar. Levántate ya perezoso, me decía; a lo que yo respondía: déjame cinco minutos más, porfaaa, sólo cinco minutos... Bueno, vale, pero cinco nada más, ¿eh? Yo me tengo que ir, pero tú no llegues tarde. Te quiero. Y me pegaba tres besazos en el papo. Yo, protestando: vale ya, pegajosa, que me vas a gastar la cara.
Después, siempre, no fallaba, volvía a telefonearme desde el trabajo, por si acaso me hubiera dormido: ¿Estás ya levantado? Que sí, mamá, que estoy desayunando, pesada... Y así, durante todos los años de la escuela y el instituto, cada mañana se repetía el mismo ritual que, después, a base de recordarlo, se ha acabado convirtiendo en un puente de complicidad entre madre e hijo que usamos en ocasiones especiales; cuando estamos tristes o si llevamos algún tiempo sin vernos.
Tras el último mensaje mañanero no tardé en levantarme, despejado de tanto teclear. Me duché y me calenté leche en el microondas. En la cocina estaba pendiente del móvil, así que apenas lo dejé sonar un tono antes de descolgar:
-Que sí, pesada: estoy levantado y desayunando. -Contesté con la boca llena de tostada. Pero no era mamá, sino una voz de hombre:
-¿El señor Ramiro González?
-Sí, soy yo.
-Al habla el doctor Iriondo, le llamo del hospital. Es sobre su madre: sufrió ayer un accidente de coche. Ingresó en coma en el hospital y, aunque hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano, ha fallecido esta madrugada. Le agradeceríamos que se pasase por aquí cuando tenga un momento para ocuparse de todo.
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